Críticas

Amancio Gutiérrez Martínez

UNA NUEVA ESTÉTICA PARA LA POESÍA DE LOS OBJETOS COTIDIANOS.

.- El grato e inconsciente deslizarse de lo cotidiano.

En la actual sociedad consumista que, para fortuna o desgracia,  nos ha tocado vivir, los objetos cotidianos se revisten de olvido. Son para “usar y tirar”. Por más que siempre estemos a su lado y ellos, a nuestra disposición; aunque sean, para nosotros, los compañeros más fieles y se muestren, en su mudez, solícitos, atentos y extremadamente dóciles, no los tenemos nunca en consideración. Los usamos de continuo, pero nada más: ellos se revelan distantes y ajenos; ni siquiera en el breve tiempo en que los usamos, los rescatamos de su olvido. No nos roban ni un instante de nuestra atención, porque la simple utilidad los define. El limbo de la indiferencia los acoge, y allí quedan para el continuo uso, como si fuesen un callo de permanente insensibilidad. En consecuencia, escapan a toda contemplación estética.

Consciente de este hecho, la publicidad nos los presenta, pulcros y asépticos, con una atracción luminosa pero fría, idónea para el uso cotidiano pero ajena al placer estético. Los viste de seducción y novedad sólo para acrecentar el consumo, no para rescatarlos de su abandono y oscura frialdad. No los redime de su limbo de utilitaria insignificancia, y si los presta atención, es para hundirlos más en el océano de utilidad que los rodea y anega. Parece que ni siquiera Duchamp (1887-1968), con su mirada reflexiva, los pudo rescatar por ser el poso y la hez de su proceso diferenciador entre lo utilitario y lo bello.

Sin embargo, Rodrigo Alonso Cuesta, como artista, no puede pagar con más indiferencia la compañía amable y servicial que realizan de continuo, y nos propone que contemplemos esta realidad con otra mirada. No es la mirada del deseo ni de la posesión, que aún no ha apagado del todo la costumbre y garabatea torpemente el horizonte de una no bien definida esperanza de futuro. Es la humilde mirada de la sinceridad, esa que se encuentra en origen primero y en la simplicidad más ingenua. Pasa también desapercibida, pero los salva de su prosaísmo e indiferencia negadora.

.- La belleza de la forma geométrica más simple en el despertar de la civilización.

El grato deslizarse de lo cotidiano demanda que esa otra mirada reintegre de nuevo los objetos cotidianos a nuestra vida consciente, y, así, puedan compensarnos con una poesía distinta, fruto de la exhalación de otro color. Si, en la actual sociedad de la prisa y el anonimato, son quienes más compañía nos hacen, podrán proporcionarnos el placer estético más duradero y alambicado. Aunque sigamos pagándolos con mecánica indiferencia, disfrutemos de la aventura de su redescubrimiento.

Ellos están ahí permanentemente, formando parte de nuestra vida en el olvidado territorio de un inconsciente de costumbre, que alimenta una mirada apagada. Y ese nuevo lugar que demandan hay que crearlo. Rodrigo Alonso Cuesta pretende encender la llama que alumbra esa zona en penumbra, retornando al origen, buscándola en la aurora de la civilización que nos ha conformado y en la mirada del niño que todos fuimos. Antes, hay que alzarlos sobre el pedestal de la atención por la perfección de sus formas ocultas que rememoran los ideales del clasicismo más originario, para, luego, vestirlos de unas galas que los permitan caminar por la alfombra del más novedoso cromatismo.

El despertar de la contemplación estética en el mundo occidental se instaló en la idealidad de la forma geométrica. Y lo cotidiano encierra, bajo la losa de la costumbre, aquel orden interno y secreto de perfección armónica que nos ha conservado el diseño industrial. La esencia de lo cotidiano también posee pedigrí, y aunque sea una idealidad clásica rescatada de la basura comercial, posee la ternura de la humildad que se insinúa en la mudez de la costumbre.

Aunque la correa de transmisión de esta tierna idealidad platónica haya sido la vil subordinación comercial del diseño industrial, faltaba descubrirla y transportarla al corazón del sueño cotidiano, ese que encuentra la belleza en la joya o piedra preciosa que portamos en señal de gratitud y cariño. Son estos sentimientos quienes la ennoblecen y elevan al umbral de una contemplación estética, que, en la sencilla proporción y limpia serenidad, encuentra la manera de romper la inercia de la costumbre y avivar el ascua mortecina que en ella subyace.

Dos tareas conlleva este rescate. La primera, despertarla primero, y tras descubrir la desconocida pero sencilla clave, como ocurre en la magia del cuento, tocarla para que abandonase su sopor y largo letargo. La segunda, elevarla al pedestal de la contemplación estética.

.- Las perspectivas de la dominación cotidiana.

Como las dos roderas paralelas que deja el carro de la costumbre en su lento transitar por el tiempo, sólo caben dos perspectivas en el acercamiento a esta belleza de la forma geométrica elemental y perfecta, sepultada en el pisado y endurecido suelo de la costumbre: la horizontal o de la mirada de frente, esa que mantenemos con el amigo que está a nuestro lado, siempre con nosotros, y la aérea o vertical inclinada, propia del que todo lo percibe todo subordinado y pasajero.

También dos perspectivas de promoción: una para rodear los objetos cotidianos con el afecto y descubrir la relación especial que mantienen con nosotros, y otra para penetrar en su oculta y secreta idealidad guardada en su condición humilde. Ambas, la que conforma nuestra piel atmosférica y mezcla indiferencia con secreto cariño, propia del entorno hogareño, y la que está hecha para mirar solidariamente a las cosas que están a nuestro servicio y nos proporcionan las pequeñas pero continuadas satisfacciones del día a día.

Las dos, conjuntadas, trascienden nuestra cotidianeidad más prosaica y realzan a estas cosas que carecen de importancia, descubriendo su nobleza ingenua y profunda, ésa que se encuentra en los orígenes de nuestra cultura y en el brotar primero de una admiración acompañada de afecto.

.- La poética de esta nueva belleza.

Por ser objetos de uso cotidiano, están hechos de docilidad, y una vez parapetados en el armazón de su secreta humildad, no despiertan la más tibia ternura. Conforman, con su indiferencia, la endurecida piel de nuestra atmósfera cotidiana, y la costumbre, con su rutina, sellan el proceso de encallecimiento que los envuelve. Ni brisa que renueve a su alrededor el aire, ni pizca de sentimiento que acaricie su entraña; quedaron definitivamente apartados del calor humano.

¿Cuál es la poesía del objeto desvalido que se ha refugiado en su sensualidad estoica? Ahí están botellas y vasos, con la humildad de lo útil cuando se desecha, reclamando la poesía del susurro, del eco, de la resonancia magnética.

A esta belleza, llegada del frío cotidiano, había que dotarla de una poesía propia, que no podía venir dada por la mirada de la meta lejana, del horizonte futuro, sino por la dócil posesión, la pequeña gratificación y el puntual deseo cumplido: Tenía que ser una poesía en off, callada, de fondo, pero tiernamente desnudadora.

.- El color de esta nueva poesía.

¿Qué color toma esa realidad que hay que ver con otra mirada? Un color que sirva para rescatarla de su limbo de insignificancia y prosaísmo, y presentarla de otra manera; debe servirla en la bandeja de una secreta complicidad y seductora aceptación.

¿Qué color posee la esencia lo cotidiano? Un color especial; un color que no es liso ni turgente, que no es cálido ni puro, pero tampoco frío o distante. Es lúcido en su penumbra, porque posee la pátina del uso, esa que resplandece en la orilla del discurrir cotidiano cuando el curso de la vida se encuentra avanzado. La pátina es, entonces, el brillo vuelto del día a día, ese que despierta la poesía que se oyó al comenzar el recorrido, quedando luego mecida por el olvido.

No es el color turgente, porque posee un único guiño cómplice que ya gastó en su primer encuentro, quedando ahora sólo su estela en forma de brillo mate. No está uniformemente esparcido, porque posee una luminosidad interior que lo esponja. Absorbe luz y no masa; se expande en lenguas mullidamente ondulantes para introducir contrapunto a las líneas rectas y serenar las formas geométricas, dotándolas, así, de jugo expresionista.

Colores derramados no por contraste, sino por complementariedad, para que no despierten a la costumbre de su letargo y conduzcan la mirada hasta la remota playa del recuerdo primero, cuando la acompañaba la novedad y la sorpresa.

Colores extendidos no con agresividad, sino subrayando una sensibilidad cegada, escondida, perdida en el origen mismo y pisoteada por la costumbre. Conservando la limpidez de una atmósfera que aísla a los objetos de toda comunicación interesada y los realza sobre el pedestal de la atención estética más ingenua.

Mediante un baño de colores rescatados, no del decorativo modernismo ni de la publicidad gráfica y comercial, sino del expresionismo más hondo y sereno y del materismo más humilde.

.- El susurrante lenguaje de las tonalidades armonizadas.

La ausencia de colores puros resta brillantez, pero permite internarse en la rica variedad de las tonalidades para descubrir el matiz, que conforma el lenguaje de lo que pasa desapercibido.

El reino de lo cotidiano es, a no dudar, el de la tonalidad. Aunque los fondos sean uniformes, de un mismo color, éste está expresado en una claridad tonal envolvente. Aunque dicha tonalidad uniforme contribuya a destacar la forma central, no perturba la conjuntación y complementariedad de la gama tonal exigida por la composición. El fondo, al estar dotado de mayor luminosidad, resalta la sencilla geometría central.

Una tibieza cromática que recoge la humildad del objeto dentro de una mirada de sobria ternura y soterrado candor expresionista, y un cromatismo tonal que, en su desnudez expresiva, derrame sobre esta realidad cotidiana la gracia de la atención y la leve sorpresa del detalle.

.- La suave ondulación de la mancha y el brillo interior del color.

Detenidas sinuosidades en tímidas ondulaciones, las manchas de color mecen la dureza de líneas y el rigor geométrico de las formas. Ayudan a captar la magia recelosa que esconden las formas ideales insertas en los objetos del uso cotidiano. Unen la piel interior del alma con el último horizonte de uno de los tantos atardeceres de nuestros días anodinos, como ocurre en la composición de “El grito”, de Munch (1863-11944).

Botellas y vasos que ofrecen su interior a la mirada y no la retienen, sino que la pasean por su paredes y formas, dejándola de nuevo libre. Su esqueleto desnudo, redimido de su cotidianeidad, de la obviedad de su uso, vuela entonces alto y libre dentro de la alta geometría del ideal. Es el vuelo de la sensibilidad ingenua tras el rescate cromático. Una lección de sutileza. Un clasicismo oculto que, en su expresionismo latente, rescata la subterránea poética de lo simple.

Rodrigo Alonso Cuesta está obligado a seguir descubriendo la belleza que pasa desapercibida, a escanciar la poesía primera sobre toda la multitud de objetos cotidianos, a derramar su lluvia de modulaciones y variaciones sobre la lisa monotonía del día a día, a sembrar dignidad sobre la humillación y primavera sobre el seco páramo, a rescatar lo grato de lo cotidiano.

Amancio Gutiérrez Martínez

Licenciado en Filosofía, Ciencias de la Educación y Antropología Social y Cultural.

Diplomado en Psicología.

Poeta y crítico de arte.